Yo no soy una dama, pues no espero a que me
abran la puerta o me coloquen la silla, ¡si es tan fácil moverlas yo
misma! No necesito que me inviten a
comer o a salir, yo puedo comprar el café que me tomaré, y si no tengo para
ello, pues es mejor tomar el de la oficina.
Eso me da la libertad de pedir a mi gusto y no ser dependiente de la
voluntad, gustos o humor ajenos ni me pone en aprietos para convencer o seducir
a otro para tener algo.
Aunque debo admitir que de vez en cuando,
para ocasiones especiales, luzco un par de tacones, no me creo esa idea, no sé
si represiva, autodestructiva o ambas, de que usar zapatos bajos es andar en
“fachas”; yo disfruto de toda la cómoda
y práctica condición de no tener que balancear delicadamente todo el peso de mi
cuerpo en dos palitos teniendo las plantas completas de los pies. Además, mi altura ya es suficiente, pero me
pregunto ¿habrá alguna altura que sea insuficiente?
Puedo cargar pesos moderados, colocar el
garrafón de agua pura y llevar mis propias cosas cuando voy a algún lugar. ¿Será posible que la complexión de las
mujeres sea tan débil y la de los hombres sea el doble de resistente? Lo dudo, definitivamente no es la misma, pero
mi complexión femenina sí me ha permitido siempre trasladar mi equipaje e
incluso otras cargas.
Si me ofrecen ayuda de cualquier tipo me
gusta que sea porque soy un ser humano y no una “damisela en apuros”. ¿Es que
acaso los hombres no necesitan también ayuda en algún momento?
A mí no me gustaría que el “varón de la casa”
fuera a llenar mi tanque de gasolina para no “exponerme” al peligro; a mí me
gusta pasar a autoservicio a echar el combustible que consumo. Es más, yo ando en motocicleta, bueno, es más
bien una pequeña motoneta, pero no se alarmen, conducir carro antes tampoco era
algo glamoroso sino tarea o privilegio de los hombres.
Casi se me olvidaba, aunque sé manejar las
artes cuasi-ocultas del maquillaje, no me asusta salir de casa sin esos
retoques ni me esclavizo a ellos; antes prefiero mostrarme al natural, tal y
como soy con imperfecciones y, de paso,
dormir un tiempecito más en las mañanas.
La apariencia impecable raras veces se asoma por mi closet y cuando lo
hace es una compañía un tanto quisquillosa.
No me da pena expresar lo que pienso para no
sonar irreverente, ni dejo de hacer cosas porque no les parecerían agradables
al resto; no necesito andar en grupo ni de un buen mozo que me lleve y que me
traiga; no me molesta ensuciarme y, finalmente, no entiendo por qué es una
obligación cargar cartera siempre.
Yo no soy una dama. Tal vez me ha salvado de esa preocupación, y sobre todo limitante,
el estar más rodeada de mujeres independientes, seres completos por sí mismas,
que por hombres. A pesar de que luego estudié
una profesión tradicionalmente de mayoría de género masculino no he estado
rodeada de caballeros, lo cual tampoco me puse en la molestia de exigir, porque
eso sí, si no se les recuerda y demanda, en estos tiempos la caballerosidad es
sumamente escasa. Pero bueno, al final
no me es indispensable y fue más sencillo
ser solo una compañera más. ¿Estaré
actuando equivocadamente? No lo creo,
estoy cambiando esquemas y patrones, al igual que muchas mujeres valientes que
han decidido ser ellas mismas a su gusto.
Y por supuesto, respeto a todas las que sí
son damas; no por ello son personas
superficiales o vacías, en muchos casos son personas admirables, exitosas y
felices. No puedo decir que ser una
dama esté mal; creo que es una de las expresiones de la femineidad, aunque
claro está, no su único componente, y que también puede ser una realización
personal. Pero respecto a mí, prefiero no calificarme de esa forma, yo simplemente
soy una mujer.