Se trata del “Otro” con mayúscula, ese único
e inigualable ser que no podemos comprobar su existencia pero que nos cautiva
de tal manera que todos, en todos los tiempos, en algún momento, lo han y lo
hemos buscado, aunque sea para negarlo.
Tratamos de imaginarlo, de explicarlo… pero solamente
logramos darle figuras al estilo humano o de nuestro entorno, según nuestro
entendimiento nos lo permite. A veces se
sale tanto de nuestro alcance que creemos que no existe, sin embargo nos ha
marcado tan sutil y profundamente que no siempre logramos percatarnos de ello.
¿Que cómo sé que existe? ¿Es que acaso podríamos dudar de lo que no
tenemos percepción, de lo que no tenemos conciencia? Si podemos dudar es porque en el fondo nos ha
tocado y el inconsciente nos permite la idea de cuestionarlo.
Los filósofos son los que han intentado racionalizado. A los que lo han buscado tan apasionadamente
al punto de tener una relación cercana con Él los han llamado místicos. Y cada persona, inclusive dentro de una misma
creencia, tiene diferente idea de Él; esto es porque se acerca de tal forma, no
a todos, sino a cada uno individualmente, que la experiencia de Él es
inigualable. Es más, no tiene que ser
“Él”; puede ser “Ella”, ambos o más bien ninguno de los dos géneros.
Otra prueba es el amor. El amor no es realmente una cualidad
humana. Naturalmente somos egoístas,
destructores, hasta insensibles; el instinto fisiológico de supervivencia nos
puede hacer pasar sobre cualquiera y sobre cualquier cosa. Sin embargo, amamos, somos susceptibles al
amor, inclusive en el peor de los casos
se muestra amor en alguna medida aunque sea en limitadas circunstancias. En muchas, incontables ocasiones se llega a
amar extendida e intensamente. ¿De dónde
nos viene esto? De Dios. El amor es una cualidad divina y el signo que
Dios está en nosotros. Él nos llena de
amor y nos da la capacidad de darlo y recibirlo; Él es la fuente.
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